La
Luna acabó borracha de tanto soñar que podía besar al Sol. El Sol se perdió
siguiendo la ruta cíclica (que no es circular) de la Tierra para espiar a la
Luna y la Tierra nunca encontró ni a la Luna ni al Sol.
El
mensaje estaba supuestamente explícito en la más vulgar literatura. Nadie nunca
lo leyó, quizás alguna vez, o tal vez nunca es siempre alguna vez. Pero el
mensaje estaba en la literatura. Nadie sabía dónde se hallaban las palabras, ni
el sentido, ni las formas, pero muchos presumieron de haberlo visto, alguna
vez, o nunca, o un qué más da, pero se le había visto y ese es un hecho
espinosamente cierto.
Hubo
tiempos mejores en dónde la forma y el contenido tenían sentido y sabor a
palabras. Hoy son tiempos pesados para aquellos que creyeron que perduraría
semejante laberinto pragmático. Conozco unos cuantos de aquellos idealistas que
ya han muerto, y otros tantos que se confunden con el ron y la cinética, muy
pocos permanecen en esa aureola de la tozudez suicida que coge la forma de las
letras. ¡Quién pudiera salvarles del infierno! ¿Acaso alguien se atrevería?
Demasiado
oscuro fue el pecado o, permítanme la aclaración, fueron demasiados los pecados desteñidos.
Ilusos
personajes ilustratorios, viajeros marinos del Romanticismo francés, ornitorrincos
de la palabra que escribían para no ver el reflejo esperpéntico de un Rococó
aplastado en los rostros de una sociedad perdida.
¡Qué
perdida estaba entonces la sociedad!
¡Cuántos
litros de ron qué se bebió la Luna!
Y
las palabras seguían insistiendo agonizantemente, casi desesperadamente que era
absolutamente necesario salvarlas. Que era un deber kantiano apiadarse de
ellas. Y no hablaban de un apiadarse cristiano, hablaban del deber kantiano sin
Kant ni deber. Hablaban sin uso de la ortografía ni la métrica. Ni siquiera
podría afirmar que hablasen. Pero lo hacían, de algún modo lo hacían y nadie se
daba cuenta. O quizás alguno hoyó el rumor y pensó que era el Sol espiando a la
Luna. Juraría que ni siquiera pensó. Y eso es la parte triste del insistir
poético de las palabras. Porque repito, ellas no pararon ni un segundo de
insistir.
Sospecho
que hubo intentos de coser cicatrices, sospecho que algunas se coserían para
ese entonces, sospecho que ya no hay constancia de ello, del mismo modo que no
hay constancia celeste, y por sospechar paraísos, sospecho que éste es el único
recuerdo de la caída del imperio enverbascado.
El
más grande imperio literario convertido en espuma publicitaria.
¡Cuántos
litros de ron qué se bebió la luna!
Reconozco
que lo intentaron, intentaron desesperadamente que la Tierra dejara de ser
cíclica (que no es lo mismo que circular, aunque desde entonces da lo mismo).
Intentaron recoser las cicatrices y se excusaron con que ya no había hilo en ningún
punto del planeta ¿Dónde estará el gran Einstein cuando se le necesita? Pero
las palabras ya eran consideradas muertas. ¡Ellas que nos habían salvado!
La
barbarie en formato contemporáneo tiene el apellido humano y el nombre de pila
de un rey poderosamente tecnológico.
Las
aves científicas ahora se hacen llamar dioses.
Y
mientras tanto una sola idea me persigue ostentosamente en mis venas. No es muy
nítida pero sigue siendo idea. No es muy rica pero no me permite que le llame
pobre. Aun así, sigo siendo incapaz de transmitírosla. Éste es el jugo que
obtengo en el intento de semejante proceso. De lo que no me cabe la menor duda
es que todo navega en torno a la consecuencia del resultado de haber matado a
las palabras con un arma homicida de calibre Rococó cristiano.
¡Cuántos
litros de ron qué se bebió la luna!
Pensamiento,
intelecto, consiente, preconsciente y subconsciente dentro de una caja de
Pandora. Pandora regalando ron a la Luna para que ésta deje de llorar. La luna
que decía haber soñado que se podía besar al Sol. El Sol dentro del laberinto
de Minos. Minos sin laberinto y sin Sol.
La
tierra siempre fue cíclica hasta cuando aun no era Tierra.
Debieron
salvarlas porque era un deber kantiano. Nadie lo entendió entonces y tengo
graves dudas de que lograsen entenderlo ahora. Pero a las palabras había que
salvarlas. La misión era salvar a la Literatura para no perder el espejismo de
la misma Filosofía. ¡Muertas las dos se acabó la rabia!
¡Qué
aberración intelectual fue la que se hizo!
¿Quién
no pudo entender que era de suma importancia salvarlas? ¿Quién sí lo entendió? Sospecho,
de nuevo sospecho que aun saboreamos la sangre de las letras en papel de
pantalla virtual. Un rey poderosamente tecnológico…
Pero
ya no hay letras, ni palabras, ni poesía que nos salven porque tú, sí tú, las
mataste. Perdimos la Filosofía literaria pensando que no era auténtica Filosofía.
Si
una pudiese contabilizar los errores éste sería el pecado original y los demás
dejarían hasta de ser pecado. Demasiados errores y demasiados pecados
desteñidos cargando en nuestra espalda. La cruz de Cristo pero sin Cristo ni
cruz (¿o era al revés?).
¡Cuántos
litros de ron qué se bebió la luna!
La
sentencia final, la única que existe, afirmando que hasta aquí pudimos leer
(sin palabras). Difícil es la lectura de una vida, más difícil es vivirla
habiendo asesinado la lectura. Fácil el poema, difícil la poesía.
Filosofía,
nunca barata. ¡A ver si lo entendemos ahora que ya está muerta!
Porque
tú la mataste. Y ahora carga con ello y no me seas cobarde.
Cíclicamente:
La
Luna acabó borracha de tanto soñar que podía besar al Sol. El Sol se perdió
siguiendo la ruta cíclica (que no es circular) de la Tierra para espiar a la
Luna y la Tierra nunca encontró ni a la Luna ni al Sol.
Margalida