Con los ojos cerrados todo se ve más claro. Esa frase
me la dijo una vez un viejo amigo y desde entonces cierro mucho más los ojos
que antes. Muchas más veces que cuando solo los cerraba para dormir o descansar
la vista.
Hoy les vi de nuevo, cerré los ojos para intentar
transportarme desde aquí y les volví a ver.
La arena que se intercalaba entre los dedos de tus
pies cada mañana cuando te levantabas de la cama y cada noche cuando se suponía
que había que dormirse, vi los niños y niñas saliendo a zancadas de sus chozas
a recibirnos: tiempo de juegos señores. ¡Con que energía ansiaban tal momento
esos pequeños, y no tan pequeños niños!, escuché el ruido de los taxis y coches
(carros para ellos) devorándome los oídos, lo mucho que echo ahora de menos esa
locura de banda sonora, vi el espectacular paisaje de La Tortuga, sus montañas
rojas arenosas, esa pureza aislada en forma de personas, ese caos político y
religioso y esa sonrisa permanente en sus caras, el arroz con pescado de la más
mayor de las mujeres. Vi mis pies sumergiéndose en el Pacífico, el congelado
Pacífico, vi sus cangrejos asustadizos con nuestros pasos, las noches de
hoguera en esa playa, el vino, el ron, las palabras sensatas en forma de
incongruencias, la cerveza Cusqueña, ¡la puta felicidad peruana!
Todas esas imágenes y películas iban avanzando en mi
cabeza a una velocidad catastrófica, abrí mis ojos. Añoranza.
Añoranza que hizo que los volviera a cerrar.
Aparecieron los Adobes, las casas para niñas que ya
eran madres, sus bebes, su fuerza, su otra permanente sonrisa, su mirada. Esa
maldita mirada que significaba gracias sin palabras, que significaba amor, que
significaba grandeza. Aun hoy no consigo dejar de ver sus ojos con mi imagen en
su interior, allí dentro, cautiva de ellos, enamorada de ellos.
Esas familias unidas, no la clase de unión que
entendemos los europeos que debe haber en una familia, sino otra clase de
unión, una mucho más fuerte, mucho más frágil y mucho más sincera, una que
traspasa todas las estadísticas y curiosamente no esta estudiada en ningún
libro estadístico, una unión que te atrapa y cautiva sin el más mínimo
esfuerzo.
Vi la pobreza sonriendo, la injusticia a su acecho,
la hipocresía política en las paredes de sus casas a cambio de una triste
cantidad económica, las ansias de amor de los niños más desafortunados, las
ansias de jugar (debería estar terminantemente prohibido y penalizado el no
dejar ejercer el derecho a ser niños, debería estar terminantemente prohibido
no dejarles otra opción de supervivencia que transgredir tal derecho), las
familias desestructuradas, el puto VIH y sus prejuicios, las lagrimas de esas
mujeres sin apoyo familiar, la fuerza de esas otras con ese apoyo, el gran
nivel de actuación de los adolescentes en el grupo de teatro, la riqueza de sus
conversaciones, el aprendizaje de nosotros los gringos, el enriquecimiento de
nuestros corazones, el conocimiento de otros gringos con los que te sientes
identificado, el aprendizaje unos de otros y en otros, la gran familia en que
se transforma el todo, el gran todo que se transforma en familia.
Abrí los ojos. Paz, nostalgia, rencor, amor,
tolerancia, yo.
Ese viaje me había cambiado para siempre, esas
personas eran parte de mi y las sentía dentro mía, gritando esperanza, ser
escuchados, gritando dignidad, gritando con susurros que existen, que no les
dejes allí, que expliques su historia y la de muchos otros, que enseñes la
verdad al resto, que luches para que deje de ser verdad, que te impregnes de
otros que quieran ayudarte, que dejes el miedo dónde este debe estar, al fondo.
Y eso queridos es lo que voy hacer, y es por lo que
debo prepararme el resto de mis días, para la batalla más importante de mi
vida, una que se lucha sin armas de fuego ni de ningún tipo, una que hay que
combatir con algo mucho peor, el celebro, la estrategia, el razonamiento, las
palabras, los derechos de la vida. Una de esas batallas que lo más importante
es sobrevivir con buenos resultados, en la que la muerte deja de ser lo peor y
pasa a formar parte de la lucha, una de esas que nunca sabes cuando podría
empezar y mucho menos prevés si algún día llegará a acabar.
Empieza la cuenta atrás…
Margalida Garí Font,
Tuvimos que encapucharnos para que ellos nos miraran a los ojos.