Tuve
durante un tiempo lo suficientemente largo como para olvidarme de su dimensión
real, la sospecha de que las palabras persiguen nuestro pensamiento. Con los
años, que no han sido muchos, una empieza a tener otro tipo de sospechas, menos
significativas y también, menos poéticas. Y al final, curiosamente, se acaba
por resignar una misma, en tener tendencia a la sospecha generalizada.
Hay
días, posiblemente días como el de hoy, que el romanticismo se sobrepone a lo
que tradicionalmente llamamos “sentido común”, entonces la divagación es
exagerada y se halla una conversión vergonzosa del nada vale por el todo vale.
Una poesía “pastelito” inunda los más ocultos circuitos neuronales haciendo de
la mediocridad poema y del poema himno patriarcal. Nunca habría existido el
valle de lágrimas español si la iluminación no hubiera penetrado aquellos
versos que se encaraban al Sol.
¿Cómo pudimos favorecer tales cantidades de azúcar
en nuestro bagaje cultural?
Así nos hallamos aún en estos días,
padeciendo las cenizas de una diabetes crónica que, mucho me temo, sigue
vigente con altas dosis de medicación para ocultar los signos de la enfermedad.
¿No nos advirtieron acaso los más intelectuales de los errores de la historia?
¿No nos advirtió la literatura de la perpendicularidad que existe entre las
mismas situaciones aún encontrándose en diferentes contextos socioculturales?
Hoy,
todavía, nos defendemos ante aquellos que promulgan lo contrario a nuestro modo
de pensar, sin embargo, ya no nos paramos a escuchar sus argumentos, es, en
todo caso, una defensa hueca. Hasta nuestro pensar es cada vez más hueco, académicamente
hablando, pues no está vacío, rebosa a ideas económicas, a siglo XXI, a
materialismo, a necesidades nada necesarias, a egoísmo, a vestidos caros y
cenas lujosas, a deshumanización y a reality
show americano. “Emito mis alaridos por los techos de este mundo, dice el
poeta” (W.Whitman). Viajamos para escapar de un entorno que no vemos y
desconectar de unas personas que no escuchamos para pararnos ante una
naturaleza que no oímos. E allí la paradoja de nuestro tiempo, que nos
encontramos, supuestos a hacer algo, completamente perdidos. Lo triste es, y de
allí mis sospechas en estos días fúnebres, que no pretendemos, en absoluto, traspasar
dicha situación. Destrozamos el Muro de Berlín entre Alemania y Rusia y lo
reconstruimos entre nuestro corazón y el corazón del mundo, con las fuerzas
finales nos atrevimos aun, a duplicar la Muralla China rodeando nuestro
cerebro. El resultado ha sido rápido, eficaz, y nicotínico: un pastelito romántico
que nos engorda diariamente de ignorancia y de falsos profetas. ¡Oh, sí un Dios
nos juzgase de nuevo!
Y
sin embargo, insisto, mi corazón se niega a hacer tales prejuicios, aún siendo
éstos de una evidencia abrumadora, él perdura en el mantenimiento de la
esperanza como quien mantiene un corderito para que sobreviva hasta Navidad.
Iniciaba
yo este texto, argumentando que hubo un tiempo en que sospechaba que las
palabras nos persiguen, más que a nosotros al pensamiento, pero siendo nosotros
mayoritariamente pensamiento tampoco es descabellada la afirmación. Déjenme que
me extienda yo en esta tesis, pues tengo
la certeza de que no hay que balbucear palabras solamente sino que hay que ser
consecuente con lo que uno dice e intentar sobrellevar un relato coherente.
Mi
memoria va desde el primer recuerdo que almaceno en ella hasta el momento en
que escribo esta palabra. Sin embargo solo me es posible expresar dichos
pensamientos mediante el arte de la palabrería, ya sea oral o escrita, y mucho
me temo, que se requiere un esfuerzo mayor para concebir un mundo humano sin
que en él se contengan los vocablos. Dicho en otras palabras, la humanidad
necesita del lenguaje para ser, en cualquier que sea su formato, y el lenguaje
si es, es gracias a la existencia humana. Consecuentemente, en cuanto se
intenta concebir el mundo absteniéndose del uso de la lengua, ésta
inmediatamente acude a saquear nuestro pensamiento demostrándonos que sin
palabra no es posible concepción alguna. La palabra es el límite de nuestro
pensamiento y el pensamiento tiene el límite de la palabra.
Evidentemente,
éste con los años, como decía yo al inicio, se convierte en un callejón sin
salida que nos entumece y preocupa más que aclarecer por lo que una acaba por
desentenderse de él y fingir que es una de las tantas preguntas filosóficas que
si por algo se define es por no tener respuesta, al menos, todavía.
Margalida
Garí Font
Decido, instantáneamente, dedicar el texto a mis padres,
pues ellos tienen la paciencia necesaria para leerme, aún sin entender nada, y torturar enseñando, con un orgullo que jamás nadie sentirá por mí, mis relatos a quienquiera que entre en sus vidas.
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