Habían pasado tantos años que el soldado ya no podía recordar
si hubo más días de sol que de lluvia o más lluvia que sol, tampoco recordaba
el olor que hacia la tierra ni el color de esta, casi había olvidado por
completo el lugar geográfico, sus compañeros de batallón y el sabor del whisky
americano. Y, sin embargo, tenía perfectamente tatuado en el cerebro los ojos
de Ahmed, el color era como el de todos los Ahmeds, color del barro, pero la
mirada era penetrante, realmente penetrante.
Ahmed le dijo el primer día que no se había escapado, le
mintió a él, a un soldado no americano pero que se suponía luchaba con ellos y
para ellos y él así lo gritaba todas las mañanas con orgullo. Ahmed sí se había
escapado de su barrio y de su familia, pero entonces le dijo que no, que estaba
de visita para ver el Gran jefe gringo.
El soldado se quedo como perplejo al comprobar dicha situación pero quién sabe
el porqué decidió seguir escuchando en vez de avisar a la cuadrilla que estaba
demasiado ocupada buceando dentro del whisky americano.
El soldado le dijo que debería estar pensando en dar media
vuelta si no quería problemas y Ahmed respondió que los problemas ya estaban
allí sin que él se diera la vuelta. Lo dijo casi sin pensar, y eso que su
estatura no le acompañaba en su discurso de visitante. Ahmed mencionó que había
cruzado el río de cocodrilos y que un acto tal requería, al menos, ser
escuchado por el Gran jefe. El soldado rió. Él sabía que el “Gran jefe” de
Ahmed ya le había matado mucho antes de que el peregrino decidiera ir a
visitarle.
“Ustedes ríen por todo señor, pero hacen un mal uso de la
risa. La risa es para divertirse o para reírse de uno mismo, me lo dijo mi
abuelo. La risa, señor, no es para reírse de los demás. Presumen de saber
mucho, mucho más que mi pueblo y todos los pueblos de estas tierras, pero
señor, ¿no os enseñan en vuestro pueblo las cosas simples? La risa no es para
reírse de los demás señor, es una de las primeras clases que damos aquí.”
El soldado paró de reír, le molestaban las palabras de Ahmed,
su mirada, su cuerpo y hasta su visita, aún así, era incapaz de llamar a la
cuadrilla. Ahmed era un niño que no debía tener más de siete años y él no
podría haberse llevado consigo el asesinato de un individuo tan joven. Eso no
se aprendía ni con los años ni con el coraje. Los niños eran otro cantar y
todos lo sabían, incluso el “Gran jefe” de Ahmed.
“Joven- dijo el soldado- no me haga perder el tiempo y de
media vuelta, su “gran jefe” está demasiado ocupado en los saberes gastronómicos,
unos conocimientos que usted no podría entender.”
Ahmed era testarudo, cuando tenía dos años se negó a salir de
su cabaña durante tres días hasta que su padre lo agarró del pescuezo, el
motivo de quedarse allí dentro fue que adentro se estaba más solo, a los cuatro
años cruzó el río de cocodrilos por primera vez, ese día se llevó la mano de su
madre marcada en la mejilla y los saberes del nadar, a los cinco años pasó tres
semanas en el bosque para encontrar un caballo blanco que le había aparecido en
sueños, volvió sin el caballo, muy delgado y con una sonrisa de oreja a oreja
gritando como un loco que se había equivocado, el caballo de su sueño era
invisible cuando él se despertaba, a los seis años le dijo a su primo mayor de
doce años que iba a construir el túnel más profundo y largo del mundo para
poder cruzar al otro lado de la frontera y hablar con el gran jefe sin pasar
por los soldados. A los treinta días de excavar había conseguido un primo menos
en sus aventuras, unas manos que ningún pintor querría, y un agujero de dos
metros de ancho por cuatro de largo que los soldados taparon con tierra y si no
hubiera sido por los gritos de la madre, Ahmed se hubiera quedado dentro. Y a
los siete años Ahmed decidió empezar por los soldados y saltarse la parte del
túnel o usarla como plan B.
Así que allí estaba, atado al suelo, enfrentándose a un
soldado y haciendo uso de una actitud completamente inapropiada teniendo en
cuenta las circunstancias. El país, según los informativos más influentes de
Europa, hacía años que estaba en tensión pero la verdad era que nunca había
habido tensión alguna, sino una guerra silenciosa para el mundo pero eterna
para los habitantes de la zona. La desnutrición y deshidratación ya era algo
tan habitual que ni siquiera llamaba la atención a los que la padecían, la
falta de un hogar digno tampoco era lo más importante para ellos, “uno se
acostumbra a vivir entre la mierda” dijo muy posteriormente el Primer Ministro,
sin embargo, no pertenecer a ningún lado, no ser nadie ni tener un sitio al que
llamar lugar, eso no lo resistía ninguno de ellos. Por eso Ahmed fue a hablar
con el gran jefe y por eso el gran jefe le mató.
“Señor- dijo Ahmed de nuevo dirigiéndose al soldado- resulta
que cuando me estaba acercando a vuestro campamento pude decidir si ir a la
izquierda o a la derecha porque vi que hay entrada en ambos lados, y estaba
seguro que lo mejor era ir por el otro lado ya que aquí donde está usted es un
lugar más apartado y la arena entra en los ojos todo el tiempo por la ubicación,
muy mal lograda hay que decirlo, de la puerta que hay a su espalda, pero me
encontraba ya a medio torcer de pies cuando vi un lagarto que iba a su
encuentro, y ¿sabe que pensé? Pensé que no es época de lagartos y que era
extraño ver uno con tanta seguridad de decisión. Y le vi a usted, a lo lejos, y
se me ocurrió que quizás usted sabría porque en esta época del año los lagartos
han salido y porque solo en su campamento. Nunca he puesto en duda la sabiduría
de los lagartos, ellos no son tan hermosos como los felinos pero tienen la
destreza de poseer el conocimiento de la duda.”
“Joven- dijo el soldado- los lagartos salen porque este es un
sitio de lagartos, ¿acaso no nos has visto? Así que si quieres ir a contar a tu
familia que has visto lagartos será mejor que vayas empezando a irte hacia tu
casa”
“A cualquier cosa le llama usted casa, señor- siguió el
muchacho- pero estaba yo pensando que si ustedes son lagartos, ¿no sería mejor
no salir en estas fechas? Los cambios bruscos de frió calor les va a deshacer la
piel y a helar el corazón, eso también me lo dijo el abuelo. Me dijo que una
vez vio un lagarto con el corazón tan congelado que hasta se le congeló el
suyo, y créeme, el corazón del abuelo hasta de muerto permanecía caliente,
señor.”
El soldado empezaba a inquietarse pero ese niño tenía un
bufón en la lengua y sus palabras le hacían pensar. La imagen no era común, un
niño hablando con un soldado enemigo no era algo que se viera todos los días.
Poco a poco el soldado empezó a sentir una cierta simpatía por el parafraseo
del muchacho y sin darse cuenta dejo de ponerse a la defensiva i comenzó a
adentrarse en el dialogo.
“Niño, era solo un modo de hablar, solo Dios sabe qué carajo
hace el bicho ese por aquí, quizás te ha visto venir y se ha dado prisa en marcharse,
lo que no me extrañaría, hasta el mismísimo todopoderoso huiría de un mocoso
como tú. Y ya que estamos, ¿se puede saber qué necesidad tienes de hablar con
el coronel? Eres valiente, no cabe duda, pero de la valentía a la temeridad no
hay un paso siquiera. Vete con cuidado niño, el coronel no dudará en apretar el
gatillo. Me consta que anteayer le dio salida al infierno a un chaval que debía
andar por tus mismos años. Aquí no se puede jugar con fuego niño, esto es el
segundo infierno”
“Señor- repitió el niño- discrepo en sus afirmaciones, por lo
que tengo entendido vuestro infierno se parece más a nuestro modo de vivir
actualmente que a su bonito campamento. Quizás nosotros no tengamos oro para
comprar bonitas chozas pero a ustedes el oro les comió el cerebro. El infierno
no está aquí sino allí, al otro lado del rio, no lo veis porque ni siquiera
queréis mirar. Se supone que están aquí para proteger a nuestro pueblo vecino
de nosotros, pero no protegen a nadie,
ni a sus propias almas. El oro les ha frito las neuronas, señor, las tienen
ustedes bien carbonizadas, que es como hay que tenerlas para asesinar a alguien
que jamás les ha hecho nada. Si quiero ver el gran jefe es para hacer un
intercambio, mi vida por la libertad de mi gente. Antes pensaba podría lograrlo
con palabras, ahora sé que no, que con la fritura de cerebro que tienen ustedes
eso no es posible. Por favor, déjeme hablar con él.”
“Niño- volvió el soldado- un respeto, que a las almas las
tenemos bien protegidas, de tu palabrería, por ejemplo, que es de lo que las
hay que proteger para que no se ablanden y se vuelvan como el alma del Ordoñez
que se dejo engatusar por una mujer de tu clase y el coronel tuvo que mandarlos
a los dos al séptimo cielo de un disparo, había que preservar el miedo o ya os
tendríamos a todos como el lagarto que viste, buscando por donde comer. Sea
como sea, no puedo dejarte pasar, el coronel no aceptará y si lo hace será por
el gusto a matar, te quitará del medio y todo seguirá igual, sus promesas no
valen dos centavos. Y será mejor que te vayas antes de que él te vea si no
quieres cumplir mi predicción. Me caes bien chico, pero el jefe manda y tu y yo
no somos amigos.”
“Señor- contestó el niño- aun sin ser amigos, ¿sería mucha
molestia que viniera a hablar con usted de vez en cuando? Es solo protocolo,
verá, ustedes tienen el cerebro pocho, y yo quiero ver como resucitarlo, para
ello necesito contacto directo con sus cortacircuitos. Serán solo por un
tiempo, hasta que les cure y pueda pensar que trato sí cumplirá el gran jefe.”
“Tengo que responder que no –dijo el soldado-, porque aun te
pegarán un tiro y lo tendré en mi conciencia. Aunque, si algún día te pierdes,
y vienes a parar por estos limonares, no podré negarte mi voz para mandarte al
diablo, joven.”
Ahora, eternidades más tarde, no se acordaba de las prendas
que llevaba el niño cada vez que le iba a visitar, pero sí de que le visitó
demasiadas veces como para no darse cuenta de que el gran jefe le metería un
balazo sin pensar. Solo ahora, el soldado admitía que eran amigos. “A él nunca
se lo dije pero yo sé que él lo sabía.”
El día que el coronel les encontró a los dos sentados
dibujando con un palo sobre la arena unos símbolos que ni el presidente habría
entendido, fue el mismo día que el
despertador del soldado se había roto y había pedido permiso al coronel
para uno nuevo. El coronel iba a regalarle uno suyo por buena conducta y total
fidelidad a la cuadrilla, se lo estaba trayendo en persona junto a un
cigarrillo de los años 90 cuando vio que el soldado estaba acompañado por un
joven de origen chuchuá. Al principio
el coronel pensó en un preso, pero después se acordó de que no era fecha de
presos, sino de miedo y paz. El soldado se levantó como un rayo y le hizo el
saludo oficial. El niño les miraba a ambos con unos ojos que parecían traspasar
sus cuerpos. Al coronel le molestó la imagen desde el primer momento pero quiso
escuchar al soldado. Al niño parecía despertarle curiosidad la situación. El
soldado, sin ninguna duda, estaba aterrado.
Aún hoy recordaba cómo le tembló el pie derecho en aquel
momento, “parecía un pollo mojado en sudor”. Eran otros tiempos, los lugares de
guerra nunca iban al mismo tono que los que no lo estaban, allí nadie sabía
nada, nadie conocía a nadie y nadie era mejor que el diablo. Allí había que
sobrevivir como se podía, “yo solo quería ser recordado por mi labor y ser un
héroe, ¿saben?”. Ahora sabia que los héroes solo son tales para el partido
ganador, para los que pierden no quedaba nadie, ni siquiera los propios
perdedores.
Solo habían pasado seis meses desde el primer encuentro con
el niño pero el vínculo entre ambos personajes era prácticamente de hierro. El
soldado hacia como si vacilar y el niño le estampaba su parafraseo infantil e
inteligente como moneda de cambio.
El día anterior al encuentro con el coronel ambos personajes
habían llevado a cabo una profunda conversación que el soldado, ahora, años luz
más tarde, aun recordaba a la perfección.
“¿Sabe lo que me parece, señor?- dijo el niño antes incluso
que hacer el, ya habitual, saludo- lo de ustedes no es un problema de achicharración neuronal. Puede estar
tranquilo, sus neuronas están en perfecto estado. El problema de ustedes es que
les han enseñado a defender algo que no tienen con promesas que jamás se
cumplirán esperando un nombre o etiqueta que nunca llegará. El problema de
ustedes es que aprendieron a luchar en nombre de su país, de sus riquezas y de
su propio ego, pero se olvidaron de los derechos a la vida digna, a la tierra,
al agua, a la libertad y hasta al saber. El problema de ustedes es que les
enseñan a odiar antes que a querer, que lo que piensa la gente de su lado del
muro son los que tienen la verdad absoluta e incuestionable sobre todas las
cosas y que todos los demás somos escoria que hay que eliminar. El problema de
ustedes, señor, es que su inteligencia les convierte en unos completos
ignorantes. Sí, eso es lo que me parece, señor, que el problema es un problema
de ignorancia. Y podrá usted decirme que se saben las cinco mil formulas
matemáticas de construir un explosivo, de organizar un buen escuadrón de
batalla o de leer los símbolos manuales de los demás compañeros, entre otros
infinitos conocimientos. Sí, podrá usted discrepar en mi diagnostico diciendo
eso, pero yo le diré a usted otra cosa que también me dijo el abuelo, médico
por cierto, los conocimientos que no se aprenden con amor no sirven
absolutamente para nada, cualquier conocimiento que implique odio, rencor,
venganza, etc., solo sirve para una cosa, la ignorancia. Así que, es cierto,
ustedes saben mucho de muchas cosas que mi gente y yo mismo no tenemos la menor
idea, pero ustedes, por saber tanto de eso, no saben nada de nada.”
El soldado se quedó sin palabras, el discurso del chico era
difícil de derribar y durante esos seis meses de charlas, cada vez sospechaba
más que lo que decía el niño era, al menos, en parte, cierto.
“Chico- dijo el soldado- nos enseñarán muchas cosas, pero ser
lo que somos lo decide cada uno por su cuenta. Creo que yo no puedo presumir de
ser una gran persona, recuerda que iba a dispararte yo mismo de haber tenido el
coraje, pero puede que algunos necesitemos que nos enseñe alguien de quién no
nos fiaríamos en otras circunstancias. Es decir, yo te deje entrar en mi vida
por diversión, aquí uno se cansa de ver el mismo tipo de personas con el mismo
tipo de sabiduría. Tú me has enseñado mucho más que toda esta gente, puedo
estar o no de acuerdo con tu discurso, pero no puedo negar que me creas la duda
en todo lo que esto concierne. Tal vez si yo fuera tú y viviera en la aldea
también pensaría como tú lo haces, tal vez ya lo empiece a pensar ahora o tal
vez siempre lo pensé, quién sabe. Tal vez nunca hay un tal vez…”
Intercambiaron dos palabras más ese día pero el chaval tenía
prisa por explicar su diagnostico a su primo mayor que ya había vuelto a
recuperar a cambio de una bala del soldado que éste le regaló como muestra de
poder unos días atrás.
Pero el día del coronel todo se complicó. Iba a ir bien si
ambos explicaban que el niño se había perdido o algo parecido, pero el niño ya
tenía mala fama entre los militares y tampoco parecía estar muy dispuesto a
inventarse nada ni a mentir.
“Señor-dijo el soldado- estaba diciéndole a este chaval que
si me enseñaba su idioma tal vez se nos entendería mejor en los mensajes de
visita a su gente que tenemos programados.”
El coronel miró al niño varias veces, después miró al soldado
otras varias veces, miró los símbolos, miró el entorno, volvió a mirar al niño
y posó su mirada final en los ojos tímidos del soldado.
“Sabe oficial- anunció al fin el coronel- iba yo viniendo a
verle con un reloj muy apreciado para mí. Estaba dispuesto a dárselo como
obsequio y homenaje a su labor. Jamás he tenido ninguna queja de usted oficial.
El más puntual, el primero de su cuadrilla, el que menos emociones perjudiciales
muestra hacia lo que es nuestra misión, el más leal a nuestro país y a nuestra
gente. Toda una joya para los que estamos aquí. Sin embargo, el acto que está
usted llevando a cabo ahora mismo no me parece a mí que sea el de un gran
soldado. En primer lugar el enemigo está en territorio oficial y nadie ha sido
informado, la información es una de las primeras normas del ejército. En
segundo lugar, la postura que ofrecéis, más la mirada de éste crio y la inmensa
cantidad de arena marcada me corrobora que no hay aquí la confianza de un solo
día ni de dos. Ustedes están tramando algo, quizás no ofensivo, pero estoy
viendo vínculos, oficial, y los vínculos con el enemigo son una prohibición más
que prohibida. La degradación de esta ley le convierte automáticamente en
traidor y cómplice del enemigo. Corrígeme si me equivoco, ¿es o no es la alianza
con el enemigo el gran pecado capital del ejército, peor que la traición a un
compañero de cuadrilla y peor que el abandono de la misión? ¡Conteste soldado!”
“Gran jefe- interrumpió el niño- el soldado le dice la
verdad, ha sido culpa mía que nos demoráramos más de la cuenta en las clases de
lengua. Pero, señor, entiéndalo, solo soy un niño, el ejercicio de profesor aún
me queda un poco grande. Lo que a un hombre como a usted le tardaría minutos a
mi me supone horas. Si hay algún culpable soy yo mismo, señor. No les avisó de
mi presencia porque yo se lo pedí, pensé, ¡oh equivocado de mi!, que a ustedes
les aburrirían las clases de lengua de un niño. Cada uno sirve para algo, ya ve
señor, yo preferiría la música a las letras pero mis padres decidieron que lo
mejor era la ciencia y es en lo que me voy a formar en cuando salga del campo.”
“Chico- dijo el coronel- nadie te ha pedido en esta comida.
Mi experiencia como soldado me ha enseñado que lo inocente nunca es tan
inocente y lo culpable nunca es tan culpable. Si lo que dices fuera verdad no estaría
el soldado mostrando su mirada más desesperada ni caería por su frente sudor
alguno. En cuanto a usted soldado, ya me encargaré de que vuelva a su hogar y
duerma bien calentito debajo de cuatro mantas. Aquí ya no me sirve, ha traspasado
la línea enemiga. No la física, esa la pasamos todos los días, pero si la
sentimental. ¿O me dirá usted que si le pidiera que disparara a éste chico ahora
mismo podría hacerlo? ¿Y a su familia? ¿Y a su gente?”
“Me temo que no, señor- dijo el soldado- no podría dormir del
remordimiento. Pero no por lo que usted cree, señor. Le mataría sin ninguna
pena si usted me asegurara que él es culpable, que es el autentico enemigo, el mismísimo
Satán, señor. Le mataría sin piedad si su gente deseara la barbarie, la
destrucción, la guerra, y la conquista de nuestro país. Le mataría ahora mismo
si así fuere, señor. Sin embargo, en este tiempo que llevamos ocupando sus
tierras y perpetuando sus muertes como si de ganado se tratara, no he visto
señal alguna de odio en sus ojos. Ni siquiera nos miran con odio cuando les visitamos.
Son miradas de esperanza, de anhelo, de liberación, de piedad, señor. Ellos no
quieren nuestro oro, ni nuestras casas, ni las casas de sus vecinos, no quieren
Europa ni ser europeos, quieren paz, quieren vivir. Señor, ¡creo que solo
quieren vivir! Nosotros sí somos el enemigo, el nuestro propio. Nuestra
avaricia nos permite pasar sin cargo de conciencia por miles de vidas humanas,
nuestro gobierno nos perdona nuestros pecados y nos prepara un paraíso, y ¡qué
paraíso!, el mejor y, sin embargo, es uno terrenal, allí arriba, señor, allí a
lo lejos solo nos esperará el infierno. El enemigo, señor, no está cruzando el
rio de cocodrilos, sino dentro de uno mismo. Él me lo ha enseñado, este chico
se merece mucho más el cielo que tres mil cuadrillas como la nuestra, y
nosotros les pagamos con el infierno. ¡Dios, señor, no perdonó al diablo, su
benevolencia no pudo alcanzarle porque el diablo no quería ser perdonado!
Nosotros, señor… ¡Nosotros somos los hijos de Satanás!”
El coronel se llenó de cólera, su mejor oficial había sido
hechizado por un brujo chuchuano de
un metro de largo por un cuarto de ancho. Él como primer personaje ejemplar del
escuadrón no podía permitirse enseñar una muestra de debilidad tan clara a sus
hombres. Era la primera ley, no alianzas enemigas, no había nada peor que ésta,
¡ni una sola peor! Los demás soldados se habían ido acercándose poco a poco
atraídos por los gritos y el cuerpo de un niño de ideas contrarias. El coronel
debía cumplir con su papel, ser un hombre recto, de ideales marcados, leal a su
país, un ejemplo a seguir y la máxima autoridad de los soldados. No podía
permitirse que sus ideales se pusieran en duda, sus hombres le comerían los
sesos poco a poco si no imponía su poder.
Ahora, eternidades más tarde, el soldado lo recordaba
nítidamente, como una pesadilla que le torturaba cada noche, “ustedes, los
periodistas solo buscan deslumbrar con sus titulares, imágenes o escritos,
disfrutan con ésta historia, lo puedo leer en sus ojos, pero si hubieran estado
allí, les aseguro que no querrían ejercer más en lugares de guerra. El coronel
ni siquiera se lo pensó, ¿saben?, lo hizo como quien pisa una hormiguita. Me
cogió mi fusil recién cargado y disparó en el blanco, me dio el reloj y se fue como
un fantasma. Y eso era en lo que le había convertido el ejército, en un puto
fantasma.”
Lo que el soldado no había explicado
en su entrevista fruto de su regalo de jubilación que les proporcionaba el
ejército a todos los soldados, aún cuando hacía años que ya no ejercían en la
profesión, fue lo que pasó segundos antes que el coronel disparara al crío, eso
solo lo sabía él, ni siquiera su mujer había tenido acceso, en vida, a tal
información.
Ahmed predijo su futuro mucho antes
de que el soldado hablara y se había estado mentalizando desde el primer momento
que divisó al coronel acercándose a ellos. Ahmed estaba contento, no había liberado
a su pueblo, tendrían que pasar muchos Ahmeds para ablandar al coronel, hasta
dudaba si también tendrían que pasar muchos coroneles para que uno solo escuchara
a un Ahmed, pero había sido testigo de que podía acercarse uno al que se suponía
era el enemigo y convertirse en su amigo. Había sido aceptado, escuchado y creído.
Había olido el perfume de la libertad en las historias del soldado y había aprendido
a ser paciente y a no perder la esperanza en el ser humano. Ahmed se había convertido
en la voz de todos los pueblos injustamente tratados y había aceptado su parte
del papel.
“Señor-
le dijo Ahmed al soldado cuando este terminó de hablar con el coronel, minutos antes de que el coronel decidiera
matarle- ¿cree usted que los pájaros traspasan fronteras?”
“Ahora no, chico, - respondió el
soldado que estaba pensando a velocidades gastronómicas un plan para salvar al
niño- hablaremos de ello mañana.”
“Yo creo que sí, señor- continuó
Ahmed- creo que los pájaros, si están en jaulas no pueden irse muy lejos porque
les da miedo no tener la protección de sus barreras, pero que si se atrevieran,
no querrían volver a meterse jamás en un sitio de esos. Se pasarían el día y la
noche cruzando de frontera en frontera, libres…Señor, estoy seguro que los
pájaros que se ven por aquí son las almas de mi pueblo cuando les matan. Deben
regresar, imagino, de la China, de Perú y hasta de Inglaterra, y estarán
ansiosos por contarnos a los que aun estamos enjaulados como es la libertad. A
veces he hablado con alguno pero tendré que practicar más su lenguaje porque no
los termino de entender. Son como el caballo blanco de mis sueños que es
invisible en la realidad, solo puedo sentirles, pero no entenderles y mucho
menos dialogar, señor. Pero estoy seguro, señor, ahora lo veo claro, los
pájaros, aun encadenados al cielo, traspasan todas las fronteras que quieren.
Usted también será un pájaro, estas cosas se saben, señor. Usted ahora no lo
entiende pero lo será y podré enseñarle todos los lugares del mundo, y la paz,
señor, primero le enseñaré la paz. Me pregunto qué lugares me enseñará a mí el
abuelo…”
Antes de que el soldado pudiera
responder, de nuevo, que no era el momento y que lo discutirían mañana, el
coronel ya le había quitado el fusil recién cargado y le había enchufado el
balazo en la sien al niño. El ruido del disparo espantó muchas de las aves que
reposaban a su alrededor, Ahmed, no obstante, murió sonriendo.
Hoy, años, demasiados años, después, el soldado recordaba a
aquel muchacho como si de su hijo se tratara. Después de aquello su vida había pasado
varias etapas, unos primeros años que nadaron en alcohol y vinilos de jazz, una
segunda etapa en que conoció a su mujer y ángel de la guarda y le rescató de su
pozo sin fondo hasta que, ahora hacia un año, la vejez se la había llevado en
forma de paloma blanca, y una última etapa actual, en que recordaba a Ahmed de
un modo que nunca antes había hecho, como si estuviera con él, esperándole ansioso
para enseñarle a cruzar fronteras y, sobretodo, enseñarle la paz.
Los ojos de Ahmed le aparecían en todos los pájaros que se le
cruzaban y el sonido de su voz volvía cada vez que escuchaba sus cantares.
Nunca había sabido que le había enseñado exactamente la guerra, los periodistas
que estaban ahora terminando de añadir algunos apuntes en su cuaderno tampoco
lo sabrían, ni aunque presumieran de ello, pero si sabía lo que le había enseñado
Ahmed, su enemigo y amigo más intimo:
“Pero estoy seguro, señor, ahora lo veo claro, los pájaros,
aun encadenados al cielo, traspasan todas las fronteras que quieren.”
Margalida,A todos los Ahmeds del mundo, a todos los soldados que les escucharon, al derecho a la vida digna, a la libertad y a todo aquel que lucha para devolverles tales derechos y, sobretodo, éste relato va dedicado a la paz, a la risa y al amor que aun nos quedan.
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