martes, 14 de enero de 2014

Esperanza

No, jamás he presumido de ser escueta en mis preferencias, ni siquiera podría permitirme semejante lujo, pero, y a raíz de múltiples lecturas de gran diversidades temáticas, me veo con la obligación de renunciar, con crítica intelectual evidentemente, a una concepción de la realidad como algo verdadero.
            Quizás, y eso es certeza, el origen de mis sospechas tuvo lugar, ya por aquel tiempo de gran viscosidad, cuando, entre tantos otros textos, cayó en mis manos una especie de relato ficticio según el autor, de «fíctiacidad» discutible según una servidora, que versaba sobre la realidad percibida por los sentidos, exponiendo, de una manera demasiado poética, dicho sea de paso, que las percepciones individuales son directamente proporcionales al estado emocional de dicho individuo. Es decir, las vivencias de cada uno influyen notoriamente al modo de sentir y enfocar distintas situaciones. Siendo también de gran interés puntualizar, ya como fin del poema, que la soledad es la gran distorsionadora, término discutible por otro lado, de los sentidos.
            Un pensar de ese calibre se encontraba en mis manos justo en el momento del descanso intelectual, entre la manzana de la media mañana (que conste que no es casual que sea una manzana, y no un pomelo, lo que me disponía a devorar a modo de provocación  y teológica) y el té hindú del después. Fue entonces, y no antes, cuando me percaté de la parte sarcástica del mensaje; no es que, en realidad, la mente o, si así lo prefiere el lector, el pensamiento humano, sea esclavo del propio individuo de modo que esté sometido, imperturbablemente, al sentir de éste, sino que, y esa es la mejor parte del lenguaje subliminar, el individuo es, indudablemente, el esclavo de su propia mente, de allí que cuando ésta decide imponerse a la razón general se vea desplazado en forma de espiral hacia el lugar dónde, la misma razón, decida. Una jugada brillante, de eso no cabe la menor duda.
            Aún así, es fácilmente criticable el hecho de que dentro de tanto tecnicismo, no se dice, en verdad, nada nuevo. Cierto porque, no es esa, sino otra muy distinta, la intención.  
            Las personas presumimos, al más puro estilo griego, de ser seres sociables. Tal argumento ha sido duramente criticado y puesto en duda por múltiples pensadores pero ni uno solo ha sido capaz de demostrar, ya  desde la primera tesis platónica, su falsedad. Y, de hecho, todo aquel que lo ha intentado, ha terminado por aceptar su fracaso. Inminente, por cierto.
Todos esos pensamientos iban persiguiéndome como el león a la gacela, cuando me surgió una duda de lo más molesta, ¿Es el humano un Ser social porqué quiere el reconocimiento, sea del tipo que sea, de la misma multitud? ¿Fama? ¿O, y esa, es mi propia versión poética (que le vamos a hacer, una es hija de un contexto), anhela, ya como un suspiro utópico, algo así como un encuentro amoroso? Entiéndase amor como cualquier relación efectiva entre dos personas, ya sea parental como de pareja.
Analizando minuciosamente estos aspectos me di cuenta de la imposibilidad de responder a dicho acertijo, no por falta de experimentación y de estadística, sino más bien, por contradicción del pensamiento. Es decir, y vayamos poniéndonos claros, que está la «espesividad» ya suficientemente presente en nuestro orden del día político, existe una masa tan extensa de diferentes modos de pensar y sentir como respuestas hay sobre el humano como ser social. Cierto es, y de eso no cabe duda, que algunas reacciones a estímulos puntuales siguen un cierto patrón en, prácticamente todos, los individuos, independientemente de etnias, épocas históricas o creencias, del mismo modo, se ven alteraciones semejantes en individuos que se encuentran en contextos parecidos, aún no estando, en la misma zona o momento. Pero, ¿se atrevería a afirmar el lector que es esto una verdad matemática, algo que es incapaz de suceder de distinto modo?


Tiendo a pensar, y eso es algo que viene en mi desde hace un tiempo largo, que las pasiones, contrariamente de lo que pensaba Platón, sí son el arma letal del pensar humano y que la razón, sintiéndolo mucho, es prisionera, cómo también lo es el cuerpo, de semejantes pasiones. No quiero decir con ello que la razón no tenga ni voz ni voto en este duelo, de titanes hay que decirlo, ya que muchas de las veces será ella quién guiará nuestros impulsos. De allí los deberes que tan familiarmente se encuentran en nosotros y que, como todos sabemos, no son la mayor devoción de nuestras pasiones, precisamente.
Aristóteles lo entendió muy bien y aún no se lo hemos perdonado. Las grandes sabidurías (también lo fue Platón, y Marx y Kant, por supuesto, entre tantos otros, y no tantos, hay que advertirlo, ya que también se tiende a la generalización intelectual, cuando muchas veces es, simplemente, intelectualidad fortuita) se suspenden en el rechazo de una gran diversidad de envidias satíricas. El genio humano no tiene cabida en un rebaño de ovejas, y así es como se lo hacemos saber constantemente. No es para nada casual la supresión actual de la Filosofía en la Educación de España, por ejemplo.
¡Hay Señor, si los sabios, y después los filósofos, pudieran manifestarse! ¡No habría palabras para tantas tesis ni Repúblicas que escribir! El intelecto yacería, ya desde gran tiempo atrás, completamente calvo y  las antiguas cabelleras pobladas tendrían su propio círculo en el infierno de Dante…
El pesimismo humano invade mis pensamientos casi sin yo darle permiso, no por no creer en la bondad misma sino por no ser capaz de defenderla a grande escala, ya solo en pequeños ámbitos olvidados que a nadie parecen importar.  Y aún así, casi agonizantemente, en el punto muerto entre la desesperanza y la resignación, una luz se abre paso entre tanta niebla, y no alcanzo a vislumbrar que es, ni siquiera sé si es luz, y no oscuridad, lo que ven mis ojos, tampoco sé si son mis ojos los que ven o mi gran ansiedad de querer ver aun a costa de la vista. Pero, al parecer, algo se haya allí a lo lejos como una luciérnaga herida, tendiéndome el único tesoro, que aún queda en la caja de Pandora, la, tan hablada,


              Esperanza.  





Margalida Garí Font

2 comentarios:

Anónimo dijo...

¿Y qué se puede hacer? Hemos tenido la vanidad de recoger bajo nombres propios montones de vivencias y variables, a sabiendas de que al día siguiente ya no serían las mismas y no las veríamos igual.
Un intrincado sistema todavía indescifrable forma nuestra psique, que atiende más a absurdos factores imperceptibles que a razones. Es más sensato reconocer que jamás hubo un “yo” permanente: somos esclavos del ayer, y el mañana ya está escrito.
Pero quizás, y solo quizás, quede un lugar en la (caótica) mente para lo bello, lo único que aportaría cuanto menos un sentido a todo esto.

empiezaposisla dijo...

La esperanza es el último color que se pierde aún siendo la vida una escala de grises tonalidades.