miércoles, 25 de abril de 2018

Ellas, todas.

Ella a veces tenía miedo y eso hacía que siempre caminara en forma de pasos pequeños, pie tras pie, para no perderse en equilibrios entre la gran multitud de Barcelona.
Pero claro, el suyo era un miedo justificado, como el de tantos corazones con nombre de mujer:
Corazón mujer maltratada (en cualquiera de sus formas y letras).
Corazón mujer violada.
Corazón mujer callada.
Corazón mujer vendida por menos de nada y por más que todo.  
Corazón mujer sin rostro, sin nombre, sin vida.
Corazón mujer madre, hija, nieta, abuela.
Corazón mujer loca (de remate).
Corazón mujer mutilada, sin identidad femenina.
Corazón mujer comprada a precio de mercado.
Corazón mujer niña (pero sin infancia).
Corazón y mujer.
Infinita.
El mal de ella era inevitable, dentro de todo su confort, seguía teniendo miedo.
Jamás temió por su vida, aunque en más de una ocasión sintió la respiración entrecortada de un arma letal en su nuca. Tampoco temió por la vida de los suyos, a pesar de haber tenido que aprender que los suyos también morían antes de tiempo y eso que el tiempo no tenía un pronto o un tarde, tenía tiempo en suspensivos y puntos y aparte.
Ella tenía miedo de no poder escribirlas a todas.
No poder darles voz.
Nombre.
Dignidad.
Humanidad (la que no calla).
Ella quería escribir a todas las mujeres que otras muchas personas borraron.
A todas ellas, una a una, verso a verso.
Para que la historia no hiciera lo que siempre hacía la historia, contarnos la vida en hombres.
Quería devolverles sus letras. Todas.
Sin que derramaran más sangre de la que ya habían derramado.
Sin dolor.
Sin pena, pero con todas sus huellas.
Dedo a dedo.
Tinta a tinta.
Escribiendo sus nombres completos para que el mundo pudiera llamarlas sílaba tras sílaba sin olvidarse de sus prefijos.
Eran tantas, tan eternas…que ella tenía miedo (mucho) de ser incapaz de escribirlas a todas en éstas pocas palabras.
Y, al fin comprendió, que todas las mujeres ya estaban escritas, parte de ellas en los textos de ella, pero la mayor parte de las mujeres se escribían en mayúsculas en todos los corazones de quienes las quisimos, aunque no las conociéramos.
Tatuadas en forma de latido.
Y volvíamos a ellas, siempre volvíamos.
Porque cuando manteníamos la mirada a una mujer estábamos atravesando siglos de abismos. Estábamos devolviéndoles la voz a todas las demás.
Y ya nunca se callaban. Porque ellas no callaban, las callaban.
Ella lo entendió, por fin.
Cuando manteníamos la mirada a una mujer le devolvíamos la voz al resto.
Para que hablaran, para que gritaran, para que pasaran y para que, nunca, jamás, se hiciera el silencio.



Margalida Garí Font,

A Tamara, porque en sus ojos hay mujeres llenas de océanos.