Sus pasos iban avanzando lentamente, primero uno y
después el otro, dándole la oportunidad a los dedos de sus pies a acariciar la
arena de esa playa isleña.
El aire que le rozaba en las mejillas era un aire
placido, tenue y confortable. Gracias a ese aire ella se sentía viva y volátil.
Se sentía afortunada por poder respirarlo, se sentía libre.
Esa mañana se había despertado de un profundo sueño,
uno de esos sueños que de vez en cuando una sueña sin querer soñarlo, y no de
esos que no quieres soñar pero al final te gusta haberlo echo, era uno de la
otra clase de sueños.
Así que al despertarse de ese sueño, ella hizo lo único
que le daba paz. Se había puesto esa camisa blanca que parecía exportada de los
años 80, medio transparente, medio hippy, medio vestido y medio jersey, y había
decidido ir a caminar a esa playa solitaria que ella tanto conocía. Ni siquiera
se había parado a desayunar, ni se había calzado, tampoco llevaba el pelo
peinado, pero en su caso, eso la embellecía. Un pelo rizado por la mañana sin
peinar en una chica es una imagen realmente atractiva. Muy atractiva.
Sus pasos seguían avanzando como si fueran
automáticos, en un modo perfecto; preciso y firme. Ella no pensaba en nada, la
mente en blanco siempre había sido la mejor forma de encontrarse en paz con una
misma, la mejor forma de reencontrarse con una misma, aun habiéndose perdido
durante mucho tiempo en algún lugar sin identificar.
El amanecer había dado paso a la mañana y la
presencia de un sol tímido, pero voluminoso lo afirmaba. El mismo sol que le
iluminaba un rostro fuerte (había tenido que serlo), frágil y muy exótico. La
exotiquez que representaba esa luz solar en su rostro era la misma exotiquez
que, muy a menudo, se desvanecía sin esa luz.
El aire se introducía por la nariz y escapaba
(algunos dicen que escapaba al ver el interior de ella) por la boca. Ella
estaba concentrada en esa respiración monótona para no permitirse desviar de la
mente en blanco. Funcionaba.
No había silencio en la playa. Se podía escuchar el
ir y venir de las olas, el ir y venir del tiempo, el ir y venir de la esencia
que es la vida y, alguna que otra vez, el cantar de las aves curiosas de
libertad. Una libertad que ella siempre había envidiado, porque aun siendo la
más libre de las mujeres siempre estaría encadenada a su corazón. Que, como
decía ella, es una libertad consensuada entre una sonrisa y una lágrima, pero,
terminaba diciendo, al fin y al cabo, ¿Qué mejor libertad hay para ser libre?
Esta vez el sueño soñado había sido más duro de lo
que su intelecto y físico eran capaces de reconocer, e aquí el porqué de ese
desvanecimiento a andadas de unos pasos lentos por una playa isleña y una mente
despensante. De ese modo escapaba de su sueño, le ignoraba por completo. Al
menos por un tiempo.
La camisa le quedaba ceñida al cuerpo a consecuencia
de ese aire primaveral. Se podían entrever unas líneas esbeltas a través de
ella. Realmente su cuerpo decía mucho de su historia, pero a la vez, las
personas que lo miraban, jamás se paraban a leer esa historia. Eso la desesperaba.
Hacía que, al final, ella no tuviera una historia para el mundo. Pero hay que
reconocer que, a pesar de todo, nunca se cansó de seguir escribiendo su
historia en su piel, aún interactuando con un público que lucia sus mejores
galas adornadas con una completa ceguera. Ella decía que esperaba el
espectador, que aun siendo ciego, supiera leer el braille de un cuerpo de
mujer. Si, eso decía.
La paz interior seguía estando presente hasta que
decidió sentarse con las piernas estiradas dentro del agua de la orilla. El
agua aun era muy fría en primavera, pero eso la hacía sentir mejor. La seguía
haciendo sentir viva.
El horizonte quedaba frente a sus ojos, y sus ojos
quedaban en el horizonte. Era una especie de pacto privado entre ellos dos. La
verdad es que todo el mundo que se cruzaba, en algún momento de su vida, con
ella me confesaban después a mi, que esa mujer les transmitía respecto, a
algunos hasta algo parecido al miedo. Yo siempre supe que era el horizonte de
sus ojos lo que causaba tal efecto, igual que siempre supe que eso era porque
ella desnudaba sus interiores con sus ojos. Y, evidentemente, eso les aterraba,
les aterraba lo que ella descubriera de las profundidades de adentro.
Sin ningún motivo aparente, se levantó y reprendió el
camino hacía su casa. Ahora ya no podía mantener la mente en blanco y lo
primero que pensó fue que no quería que la noche volviera a llegar, no quería
dormirse de nuevo y sobretodo, no quería volver a soñar.
Como era de esperar, la noche volvió, después de
muchísimos esfuerzos para mantener los ojos abiertos, estos se cerraron, y su
celebro empezó a viajar por el mundo de los sueños. Inevitablemente iba a
soñarlo de nuevo. Ahora solo podía esperar a que sus pies tuvieran la fuerza
suficiente por la mañana para seguir dando pasos lentamente.
Lo último que ella me dijo fue que:
“A veces, tienes
que aprender a caminar de nuevo tantas veces como sean necesarias para que
avances de un modo gigantesco hacía los caminos más enriquecedores, que no
necesariamente son los más cortos. Y muy a menudo en esas veces tienes que
sentirte fuerte (no serlo) para cerrar tus ojos y esperar que el sueño al
amanecer halla desaparecido, o por lo menos sentirte con la suficiente fuerza
como para poder abrirlos.”
Yo solo pude ver mi rostro dentro del horizonte de
sus ojos, ni siquiera se lo que ella vio dentro de mi, pero no fui capaz de
quedarme a su lado para ver si los abría de nuevo.
Etiquétenme de cobarde, pero por un corto periodo de
tiempo yo os he contado la historia de su piel, del braille de su vida. Y nunca
más tendréis que traducirla, eso si, deberíais acercaros a ella, aunque solo
sea para ver si tiene los ojos abiertos.
Deberíais conocerla.
Margalida.
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