Resulta que las
amapolas no siempre son rojas, pero aún sin ser del color del carmín siguen anunciando
que empieza la primavera. Y a la primavera hay que recibirla con alegría y
desparpajo.
Sucede que, a veces, no
hay ni amapolas ni margaritas en el camino y entonces hay que sonreír porque sí
hay piedras y algún que otro olivo que nos presenta el trayecto hacia un lugar
desconocido. Un nuevo sitio que explorar. Una aventura por abrir. Un abanico de
curiosidad.
Al despertar por las
mañanas ya se nos abre ante nosotros el cajón de las elecciones. Podemos elegir
si ponernos una falda o un pantalón, la corbata o la camiseta informal,
desayunar café o té, fruta o tostadas, decir buenos días o esconder la cabeza
dentro del televisor, deprisa o despacio, la sonrisa o el fruncir de cejas, la
queja o la ilusión, ayer o ahora, mañana o ahora, ahora o ahora.
Tenemos tantas cosas
que poder elegir que empezamos a usar siempre las mismas porque se nos hace más
cómodo. Porque a la fruta hay que limpiarla y pelarla y a los cereales solo hay
que meterlos en la taza. Porque decir buenos días implica quedarse a escuchar
la respuesta y no decir nada es no escuchar nada. Porque la sonrisa se nos
cuelga del revés con el sueño y el fruncir de cejas es un lenguaje universal.
Y sin darnos cuenta,
van pasando los días y con ellos los sueños, y deja de tener sentido el tiempo
porque la vida se vuelve monotonía y canon social. A la muerte ya ni la vemos,
llegará en otro día, con otras faldas. Y perdemos la risa y nos tapamos con
miedo. Refugiamos el alma y callamos las voces que gritan por dentro.
Sin embargo, en alguna
de las muchas primaveras, nos percatamos del cielo. Y se abre un espejo repleto
de pequeñas porciones de cristal que nos muestran el corazón desde adentro.
Nos revelan el secreto
con el que ya no creemos, nos piden intensamente que perdamos el miedo. Que
emprendamos el vuelo, que persigamos al sueño y desanclemos la barquita de
pescadores del puerto, que ya lleva muchas algas, que se ha cansado de flotar
al suelo.
Es cuando tenemos
constancia de que existe la muerte que empezamos a saborear a la vida. Porque a
la vida hay que dejarla bien exprimida, completamente vacía. Tenemos que
quedarnos saciados de comer vida. Tan saciados, que no nos quede sitio para el
postre, que con la vida ya nos quedemos llenos.
Y no hay que
confundirse, lo importante no es la cantidad de años que paseemos entre una
amapola y otra, sino que cada paso nos sorprenda. Un día sin haber aprendido
algo nuevo es un día perdido, una vida sin haber arriesgado todo a cambio de la
incertidumbre es una vida desperdiciada. No hay que confundirse, lo importante
no son los años sino el aquí y el ahora, el dejarse llevar y el escucharse el
alma.
¿Por qué?
Porque se lo debemos.
Se lo debemos a todos
aquellos que, sin pensarlo, no tuvieron vuelo de vuelta.
Se lo debemos a quienes
no fueron libres para elegir el café ni las primaveras.
Se lo debemos a los que
perdieron la batalla del miedo. También a los que la ganaron.
Se lo debemos a nuestra
madre Tierra que nos hace el favor de compartir su inmensidad y belleza aún
cuando nosotros nos empernamos en dañarla.
Se lo debemos a quiénes
creyeron en nuestros proyectos. A quienes soñaron con nosotros los sueños. A
los duendes del bosque y a las hadas madrina.
Se lo debemos a quiénes
nos llamaron locos, a los que aún nos llaman locos y a los que mañana nos
llamarán locos. También locos de atar.
Se lo debemos a nuestro
corazón que se desvía de rumbo más de una vez y después somos náufragos en el
mar y nadadores expertos. Se lo debemos a nuestro corazón porque aún cuando nos
hunde se es fiel a sí mismo. Sin trabas. Sin sueño.
Se lo debemos a la vida.
Sobre todas las cosas,
¡Se lo debemos a la
vida!
Margalida Garí
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