viernes, 22 de mayo de 2015

La deuda

Resulta que las amapolas no siempre son rojas, pero aún sin ser del color del carmín siguen anunciando que empieza la primavera. Y a la primavera hay que recibirla con alegría y desparpajo.
Sucede que, a veces, no hay ni amapolas ni margaritas en el camino y entonces hay que sonreír porque sí hay piedras y algún que otro olivo que nos presenta el trayecto hacia un lugar desconocido. Un nuevo sitio que explorar. Una aventura por abrir. Un abanico de curiosidad.
Al despertar por las mañanas ya se nos abre ante nosotros el cajón de las elecciones. Podemos elegir si ponernos una falda o un pantalón, la corbata o la camiseta informal, desayunar café o té, fruta o tostadas, decir buenos días o esconder la cabeza dentro del televisor, deprisa o despacio, la sonrisa o el fruncir de cejas, la queja o la ilusión, ayer o ahora, mañana o ahora, ahora o ahora.   
Tenemos tantas cosas que poder elegir que empezamos a usar siempre las mismas porque se nos hace más cómodo. Porque a la fruta hay que limpiarla y pelarla y a los cereales solo hay que meterlos en la taza. Porque decir buenos días implica quedarse a escuchar la respuesta y no decir nada es no escuchar nada. Porque la sonrisa se nos cuelga del revés con el sueño y el fruncir de cejas es un lenguaje universal.
Y sin darnos cuenta, van pasando los días y con ellos los sueños, y deja de tener sentido el tiempo porque la vida se vuelve monotonía y canon social. A la muerte ya ni la vemos, llegará en otro día, con otras faldas. Y perdemos la risa y nos tapamos con miedo. Refugiamos el alma y callamos las voces que gritan por dentro.
Sin embargo, en alguna de las muchas primaveras, nos percatamos del cielo. Y se abre un espejo repleto de pequeñas porciones de cristal que nos muestran el corazón desde adentro.
Nos revelan el secreto con el que ya no creemos, nos piden intensamente que perdamos el miedo. Que emprendamos el vuelo, que persigamos al sueño y desanclemos la barquita de pescadores del puerto, que ya lleva muchas algas, que se ha cansado de flotar al suelo.
Es cuando tenemos constancia de que existe la muerte que empezamos a saborear a la vida. Porque a la vida hay que dejarla bien exprimida, completamente vacía. Tenemos que quedarnos saciados de comer vida. Tan saciados, que no nos quede sitio para el postre, que con la vida ya nos quedemos llenos.
Y no hay que confundirse, lo importante no es la cantidad de años que paseemos entre una amapola y otra, sino que cada paso nos sorprenda. Un día sin haber aprendido algo nuevo es un día perdido, una vida sin haber arriesgado todo a cambio de la incertidumbre es una vida desperdiciada. No hay que confundirse, lo importante no son los años sino el aquí y el ahora, el dejarse llevar y el escucharse el alma.
¿Por qué?
Porque se lo debemos.
Se lo debemos a todos aquellos que, sin pensarlo, no tuvieron vuelo de vuelta.
Se lo debemos a quienes no fueron libres para elegir el café ni las primaveras.
Se lo debemos a los que perdieron la batalla del miedo. También a los que la ganaron.
Se lo debemos a nuestra madre Tierra que nos hace el favor de compartir su inmensidad y belleza aún cuando nosotros nos empernamos en dañarla.
Se lo debemos a quiénes creyeron en nuestros proyectos. A quienes soñaron con nosotros los sueños. A los duendes del bosque y a las hadas madrina.
Se lo debemos a quiénes nos llamaron locos, a los que aún nos llaman locos y a los que mañana nos llamarán locos. También locos de atar.
Se lo debemos a nuestro corazón que se desvía de rumbo más de una vez y después somos náufragos en el mar y nadadores expertos. Se lo debemos a nuestro corazón porque aún cuando nos hunde se es fiel a sí mismo. Sin trabas. Sin sueño.
Se lo debemos a la vida.
Sobre todas las cosas,
¡Se lo debemos a la vida!




Margalida Garí Font

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